viernes, 20 de julio de 2007

Hasta luego, maestro



Roberto Fontanarrosa nació en Rosario el 26 de noviembre de 1944. En el inicio de su genial carrera empezó como dibujante humorístico, para luego destacarse también como escritor. Su fanatismo por el fútbol, Rosario Central y el jugador Ermindo Onega, hizo que muchos de sus cuentos traten sobre el mundo de la pelota y todo lo que lo rodea.

Fue el creador de Inodoro Pereyra, Boggie, el aceitoso, el perro Mendieta y la “china” Eulogia, los inmortales personajes de historieta. El mundo ha vivido equivocado, La mesa de los galanes y No se si he sido claro, son sólo tres de sus grandes libros de cuentos. También publicó tres novelas: Best Seller, El área 18 y La gansada.

Una de las últimas imágenes del Negro que quedó en la retina de los argentinos es en el Congreso Internacional de la Lengua, llevada a cabo en su ciudad natal en el año 2004. Ahí, Fontanarrosa hizo una exposición en defensa de las malas palabras, muchas veces usadas por él mismo en sus trabajos. El público le agradeció con constantes carcajadas a lo largo de su presentación.

En 2003 le habían diagnosticado esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad neurológica que hizo que fuera perdiendo movilidad. Hoy, a los 62 años, falleció un grande de la literatura argentina. Un ícono de la cultura nacional que deja vacía una silla del bar El Cairo, pero que nos llena de honor y de risas con sus fenomenales obras, tanto como dibujante, escritor u orador.

“Hace muy bien reírse. A mí lo que me gusta es que un tipo me diga que se cagó de risa con mi cuento. Con eso estoy bien". Si esas fueron sus palabras, ¿qué mejor manera de recordarlo que con uno de sus textos?


Wilmar Everton Cardaña, número 5 de Peñarol
Por Roberto Fontanarrosa




Porque yo lo conocí a Cardaña. Y porque lo conocí a Cardaña puedo afirmar que mucho se equivocan aquellos que juzgaron o juzgan al áspero centrohalf peñarolense a través de la imagen recogida en los campos de juego.
Yo sé que es difícil imaginar, suponer, adivinar, una personalidad tierna y sensible escondida tras la carnadura hosca y prepotente del capitán de los aurinegros. Yo entiendo que no es sencillo intuir el gesto amable o la frase cordial en un hombre que hizo del encontronazo cruel, la pierna arriba o el gesto acerbo, una marca personal e indeleble a lo largo de su prolongada campaña. A lo sumo, admito, era factible entrever en él la grandeza, el coraje y una hombría de bien reconocida incluso por aquellos que fueron sus víctimas, encarnizados rivales o detractores.


Pero yo lo conocí a Cardaña y creo que fui uno de los pocos privilegiados que pudo compartir su cérculo áulico, cimentado en el respeto mutuo y los afectos sobreentendidos. Y fue ese respeto, ese sobreentendido, el que me permitió ser testigo de un hecho, de una anécdota, que echa por tierra el equivocado concepto de considerar a Wilmar Everton Cardaña como un mero cacique huraño, un ríspido patrón de la media cancha, temido y evitado por los rivales. ¡Cuántas veces el insulto hiriente, el epíteto injusto, el cántico soez, cayó desde la gradería rival sobre la humanidad generosa de mi amigo!


Sin duda alguna, muchos de aquellos que ayer desgranaron los más pesados e injuriosos improperios contra Wilmar Everton Cardaña se sentirán incómodos o arrepentidos al finalizar de leer esta nota que revela la otra cara del ídolo deportivo. ¡Cuánta nobleza habitaba el pecho inconmensurable de Wilmar!¡Cuánto valor cívico podía esconderse bajo el glorioso número cinco prendido a la mirasol peñarolense, ya fuera sobre el césped del Estadio Centenario, en cualquier campo de la vecina Buenos Aires, o en la grama misma de tantos y tantos estadios brasileños donde los frágiles y siempre pusilánimes morenos le temían como a una figura mitológica !
No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino Puseya, inolvidable periodista, desaparecido ya, que supo firmar sus columnas en "El Tero Alerta" de Rocha con el ingenioso seudónimo de "Banderín de Corner", bautizó a Cardaña como "El Hombre". Así, a secas, con mayúsculas, porque supo advertir en Cardaña al luchador indoblegable, al deportista cabal de vergüenza invicta, más allá de la circunstancial controversia sobre un puntapié a destiempo o una fractura expuesta.


Tiempo después, algún pícaro modificó el apelativo para extenderlo a "El Hombre de Roble", lo que, en sí, parecía configurar un elogio a la increíble solidez de sus piernas ligeramente chuecas, pero que en verdad escamoteaba la verdadera intención del apodo, que aproximaba a Cardaña a la infame condición de "tronco". Lo avieso de la maniobra lo certifica el hecho de que esta deformación de su apodo fue adaptada velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedó allí la cosa, porque después de aquel desgraciado incidente con Fanego (el veloz punterito de Huracán Buceo que se destrozara una clavícula contra el alambrado olímpico en un cruce fortuito con Cardaña) parte de un periodismo no propiamente imparcial, pasó a llamarlo "El Hombre de Neanderthal".


Quisiera que esta anécdota, que puedo contar dado el particular contacto que tuve con el caudillo indiscutible de Peñarol, eche algo de luz sobre la "leyenda negra" que sobre él se derramara desaprensivamente. A mucho tiempo de los hechos, pienso que el mismo Cardaña, refugiado hoy en la paz y el reposo de su hogar en Treinta y Tres, me perdonara que refiera lo ocurrido en circunstancias de aquella histórica final del 54, tema que él, por pudor y humildad, jamás quiso develar.
Puede que el relato aporte también nuevas referencias a los amigos tangueros, ya que lo sucedido en torno a esa final inolvidable fue inmortalizado en un tango que, precisamente, lleva por nombre "La número cinco". La anécdota revelará que el titulo de la pieza se refiere a la casquivana pelota de fútbol, y no al número que lucía la camiseta de Wilmar Everton Cardaña sobre sus dorsales, ni al que identificaba (este fue un rumor poco serio y malintencionado) a una damisela aspirante al trono de "Miss Paysandú" y por quien, dicen, suspiraba el inspirado compositor de tangos.


Aquella mañana del 3 de noviembre de 1954 llegué al hotel Olinto Gallo, donde se alojaba habitualmente el plantel de Peñarol, palpitando encontrarme con un clima de nervios y tensión, acorde con la magnitud del gran encontronazo final con el clásico enemigo de todos los tiempos: Nacional. Había una efervescencia formidable en Montevideo y los tamborines de la murga "Los que pelan la chaucha" no habían dejado de atronar el barrio de La Tumba en toda la noche.
Sin embargo, me hallé con un grupo de muchachos --jugadores, técnicos y dirigentes-- departiendo mansamente luego del desayuno, al parecer olvidados de la proximidad de la justa. Pero esa primera impresión fue efímera. Algún gesto falso, ciertas torpezas en los movimientos, un par de respuestas destempladas o el rechinar penetrante de algunas dentaduras, denotaban el crispamiento interior, el desgarro insoportable de la espera.


Pregunté por Cardaña y me contestaron que el recio capitán se había retirado a su habitación luego de merendar. Subí a su pieza, con la familiaridad que me confería su actitud amistosa hacia mí, y me invitó a pasar con un gruñido. Wilmar Everton Cardaña era hombre de pocas palabras, muy pocas, como todo hombre criado en el campo, entre vacas y animales poco propensos al diálogo. Creo que hasta ese día --y ya llevábamos más de dos años de amistad--, sólo le había contabilizado nueve palabras, monosilabitas en su mayoría. Y vale la pena consignar que más de la mitad de ellas las había gastado en una sola frase, previa a otro partido importante, cuando levantándose imprevistamente de una tertulia, anunció: "Permiso, voy a ir al baño".


Era así, directo, franco, hombre de llamar al pan, pan, y al vino, vino, y no podían esperarse de él frases grandilocuentes o inflamados discursos. De más esta decir que era la tortura de los periodistas radiales, quienes, más de una vez, debieron quitarle los auriculares sin haber obtenido de él ni un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontré a un Cardaña taciturno y cariacontecido, cosa que atribuí a la responsabilidad del partido de la tarde. En aquella época no habían proliferado las líneas de ropa deportivas; por lo tanto, en las concentraciones, los playera usaban sus propios atuendos a veces de gustos caprichosos o discutibles. Cardaña llevaba puesto un saco marrón, colocado al revés, o sea, con la pechera sobre la espalda, lo que lo hacía parecer sujeto por un chaleco de fuerza.


--Es por el pecho-- me dijo, señalándose el cuello. Yo sabía que sufría de severas anginas de pecho. El cigarrillo --aquellos cigarritos negros "Barbudas", de la época, que solía lucir detrás de la oreja durante los partidos-- le había instalado una tos seca en el pulmón derecho y una tos convulsa en el izquierdo. Parecía mentira que un hombre que fumaba como él, casi siete etiquetas por día, pudiese tener ese despliegue incesante y depredador en el campo de juego.


¡Cuántos jugadores de hoy en día, con los tan mentados y publicitados sistemas de entrenamiento, dietas especiales y cuidados dignos de una odalisca quisieran poseer aquella inagotable capacidad física que acreditaba Cardaña, aun considerando sus excesos y descuidos! ¡Cuántos de los señoritos de hoy en día, atentos siempre a sus peinados y manicuras, se hubieran atrevido a mostrarse a la prensa en saco de calle vuelto del revés, camiseta musculosa debajo y pantalón pijama, sin temor a ser el hazmerreír o al escarnio!


En la misma habitación de Cardaña estaba Nelson Amadeus Farragudo, aquel implacable marcador de punta, el del gol agónico al Wanderers en el 49, de sombrero de fieltro sobre los ojos, tomando mate. Le decían "El Buitre" Farragudo, no sólo por la nauseabunda peladura de su cuello, sino porque, cual la conocida ave carroñera, era quien caía sobre los restos de las víctimas de Cardaña, cuando éste recibía a los delanteros rivales por el medio de la cancha. Por la mustia actitud de Farragudo --mitigaba el sonido del mate cubriéndose la cabeza con una toalla-- comprendí que algo no andaba bien en mi amigo, su compañero de pieza, el legendario centrohalf peñarolense.


Por si no lo he dicho, Wilson Everton Cardaña tenía una cara de rasgos grandes, muy marcados. Las cejas, negras y pobladas, se juntaban sobre el puente de la nariz. Los ojos, sin ser bellos, eran saltones y parecían querer fugarse por debajo de unos párpados gruesos, de piel porosa como la de los citrus. La nariz era prominente, larga, carnosa, de aletas amplias.La boca se abultaba bajo el bigote generoso y se alargaba hacia los costados, pareciendo que las comisuras profundas podían alcanzar los peludos lóbulos de las orejas, también enormes.


Entre estos lóbulos y la boca, sin embargo, se interponían dos hondonadas como tajos, arrancando desde los pómulos protuberantes para bajar y delimitar con claridad el mentón avanzado y desafiante. Daba la impresión de que uno podía tomar esa porción inferior de la cara, por aquellos surcos que partían de las mejillas, y quitarla de allí, como si fuese un aditamento plástico removible. Había en ese rostro algo perturbador y obsceno pero, al mismo tiempo, sobrecogedor. Era como contemplar un fiordo inmemorial, un precipicio de roca desnuda, el magma primigenio. Era asomarse al inicio de la naturaleza. Y ese rostro, aquel día, estaba transfigurado.


Consciente Cardaña de que yo había percibido ese clima extraño y dislocado, fue hasta una cómoda y sacó algo de uno de los cajones. Pronto se me acercó con la facilidad que le daba nuestra confianza mutua, y me extendió una hoja de papel azul.
--Es una carta-- me aclaró.
Leí la carta y, en ella, con una letra despareja, salpicada de errores ortográficos, decía: "Soy casi un niño y, desde hace mucho tiempo, me hallo encerrado en una oscura sala del Hospital Muñoz. Padezco de un mal reversible y, por eso mismo, no estaré el domingo en el estadio para alentar al glorioso Peñarol. Si no es mucho pedir, me haría muy feliz tener en mis manos la pelota con que se juegue el encuentro, firmada por todo el plantel mirasol. Si es necesario pagar, adjúnteme la factura, que oblaré gustoso con dinero que he ahorrado privándome de la medicación. Suyo, José Petunio Invenianto, cama 747."


Confieso que terminé de leer aquella carta con los ojos nublados por el llanto. ¿Cuántos purretes de hoy en día, deslumbrados por el artificio de la tecnología y la banalidad de la computación, serían capaces de solicitar a su ídolo deportivo el humilde y significativo obsequio de una pelota?¿Cuántos niños de la actualidad, engañados por la urgencia de una sociedad que no sabe de la pausa para la charla amable o la reflexión, tendrían la delicada paciencia de solicitar la pelota para "después" del partido y no para "antes" del mismo, con todos los inconvenientes que esa voracidad podría provocar en la popular justa?.

Pero mi sorpresa fue inmensa y total cuando alcé los ojos. Allí, delante mío, Wilson Everton Cardaña, "El Hombre", "El Capitán Invicto", "El Hacha" Cardaña estaba llorando. ¡Aquel que hiciera callar de un solo chistido a 150.000 brasileños aterrados en el estadio Pacaembú, cuando la final de la Copa Roca! ¡Aquel que se bajó los pantaloncitos y el calzoncillo punzo para mostrar sus testículos velludos, uruguayos y celestes a la Reina Isabel en el mismísimo estadio de Wembley! ¡Aquel que ya a los ocho años quebrara en tres partes el tabique nasal a su profesora de música en la escuelita sanducense... estaba llorando! Esta cartita escrita sobre el burdo papel azul por aquel botija preso en la fría sala del Hospital Muñoz había hecho el milagro de ablandar el corazón, en apariencia fiero, del granítico centrohalf de Peñarol y la selección uruguaya.


No abundaré en detalles ni cederé a la tentación periodística de recordar los avatares de aquel partido memorable que terminó con el resultado por todos conocido. Callé la historia por mí presenciada en la habitación de Cardaña, por pudor y por prudencia, consciente de que no saldría de mis labios ese relato, como así tampoco de los del "Buitre" Farragudo, austero en su vocabulario como en su manejo del balón.


El lunes, al día siguiente del encuentro, acudí al Hospital Marcelo Muñoz, a ser testigo del final de la historia. Esperaba hallar allí tan sólo a Cardaña pero cuan grande sería mi sorpresa al ver a las puertas de nosocomio el plantel íntegro de Peñarol, algunos aún con la camiseta puesta bajo el saco, deseosos de cumplir con el pedido postal! Y lo increíble, lo conmovedor, es que no se habían reunido allí por un acuerdo previo o concertado.


¡Uno a uno, por su propia cuenta, con la misma coordinación que ponían en el campo de juego para implementar la ley del off-side o presionar a un juez de línea, habían llegado hasta el Muñoz para acompañar al capitán en la entrega del preciado regalo! ¿Cuántos planteles de la actualidad, ahítos de dinero y fama fácil, serían capaces de repetir aquella escena, aquella convocatoria, llevada a cabo por hombres simples y cabales, deportistas que no conocían los devaneos en torno a contratos fabulosos ni los desplantes exigentes por unas cuantas monedas de oro, antes de comenzar algún encuentro?


Y entonces fue el sinceramiento. Ante esa presencia masiva y espontánea, frente a tanta humanidad enternecida, Wilson Everton Cardaña no aguantó más y lloró como una criatura. Lo seguí yo y luego el plantel. Lloramos abrazados sin avergonzarnos de los facultativos que nos miraban con cierta curiosidad o de los transeúntes que acertaban a pasar por el lugar. Algún periodista, mal periodista, arriesgo luego la mezquina versión que el plantel de Peñarol lloraba aun el lunes la ignominia de la abultada derrota, soslayando el hecho irrefutable de que se trataba tan sólo de un acto de amor y desprendimiento. ¡Cuántos periodistas de hoy en día, mercenarios que ponen su pluma al servicio de quien más paga, habrían hecho exactamente lo mismo que aquel sicario de la prensa amarilla!


Desahogados en parte, pero aún trémulos por lo tocante de la escena, pudimos seguir rumbo a la sala 2, media hora más tarde. Adelante, Cardaña, con la número cinco entre sus manos enormes. Atrás, yo y el plantel, encolumnados en un remedo de la tantas veces repetida entrada a la cancha.


Y quiero ser cauteloso al narrar lo que sucedió después, ya que tuvo ciertos rasgos sorpresivos e inesperados. Como así también advertir al lector que mi fidelidad al relato me obliga al uso de palabras que no son de mi predilección, a pesar de ser moneda corriente en la vía publica.


Fue casi simultáneo entrar en la sala 2 e individualizar al pequeño que había solicitado el obsequio. Tendría doce, trece años y, cubierto por un camisón blanco de tela basta, se hallaba de pie sobre su cama, expectante, mirando hacia la puerta como si nos hubiese adivinado. Tal vez el revuelo de enfermeras y doctores lo alertó, quizás la intuición infantil, o tal vez el hecho de que, nosotros, nos acercábamos cruzando los largos y umbrosos pasillos cantando la Marcha del Deporte. Pareció no dar crédito a lo que veían sus ojos, las pupilas se le empañaron y comenzó a temblar como atacado por la fiebre. Impresionado, Cardaña se acercó a él y le entregó la pelota firmada por todos.


El pibe la miró, nos miró a nosotros, volvió a mirar la pelota, nos volvió a mirar a nosotros y finalmente gritó:
--¡Hijos de puta! ¿Cómo pueden perder con esos chotos de Nacional?
Confieso que nos quedamos estupefactos, helados por lo sorpresivo de la agresión.
--¿Cómo carajo puede ser que esos putos nos hagan cuatro goles?-- siguió gritando el imberbe, ya absolutamente desaforado, roja la cara, las venas del cuello tensas, como a punto de estallar--. ¡Hijos de mil putas! ¡Troncos de mierda! ¡Métanse la pelota en el culo!


Y, acto seguido, arrojó el balón al rostro de Cardaña, estrellándolo contra su nariz. Vi palidecer al capitán y temí lo peor.
--¡Vendidos!-- seguía, para colmo, el botija-- ¡Se vendieron como unos miserables! ¿Cuánta guita les pusieron para ir para atrás, guachos de mierda?
Vi a Cardaña dar un paso hacia el muchacho y supe que no podría contenerlo.
--¡Cagones!-- vociferó el chico, empinándose hasta caer, casi, de la cama--. ¡Maricones! ¡Vayan a trabajar, ladrones!


Advertí, en el último instante, el brillo asesino de tigre en los ojos de Cardaña, el mismo que había apreciado tantas veces en las inmediaciones del área, y supe que atacaba. Se lanzó con los dos pies hacia adelante en la temida "patada voladora" y alcanzó al muchacho en pleno tórax, de la misma forma que puso fin a la carrera de Alberto Ignacio Murinigo, el prometedor número nueve del River Plate. Cayeron los dos del otro lado de la cama y, sobre ellos, se abalanzó una docena de enfermeros que se habían acercado atraídos por los gritos del botija.
Salimos destrozados del Muñoz. Los muchachos de Peñarol, heridos hasta lo más recóndito por la injusticia de los agravios recibidos. Yo, por lo estremecedor de la escena presenciada.


Al día siguiente, un médico de guardia me informó que el chico tenía cuatro costillas fisuradas, lo que obligaría a prolongar su interacción seis meses más. También me dijo que el botija padecía de una calvicie irreversible, y que había solicitado permanecer internado a los efectos de no concurrir a una escuela técnica que detestaba. Que era un buen chico, en verdad muy hincha de Peñarol y que, meses atrás, se había hecho regalar un planeador firmado por un diestro del volovelismo que había batido un récord sudamericano.


Muy pocos conocen esta anécdota, ya que una conjura de silencio se cernió en torno a ella. Yo me abrigué en el secreto profesional para no revelarla. El plantel de Peñarol calló el suceso por un natural prurito del deportista derrotado y en cuanto al agresivo muchacho, tengo información de que aún sigue en el mismo hospital, aunque ahora con el cargo de "jefe de enfermeras". Wilmar Everton Cardaña siguió jugando, desparramando coraje y sangre charrúa en cuanto campo de juego le tocó en suerte asolar. Siguió acrecentando su fama de guapeza y virilidad sin límites. Siguió mostrando, en suma, una sola de sus dos caras o facetas: la del enérgico, pétreo y filoso centrohalf de los de aquellos tiempos.


Apenas un puñado de sus más íntimos guarda, como un tesoro, el secreto de aquellas lágrimas que supo derramar ante el conmovedor y sencillo pedido de un niño.

miércoles, 18 de julio de 2007

Que no nos falten

Que no nos falten los partidos de ascenso.
Los boliches –que estén habilitados-de la provincia de Buenos Aires.
Las picadas con amigos.
Las picadas con amigos, con fernet.
Rocky, Karate Kid, Viven, Día de la Independencia, Gladiador, y todas esas películas que podemos ver una y otra vez.
Los mensajes de texto que nos avisan de algo gracioso en televisión.
Los partidos de fútbol 5 de los jueves.
Los recitales de rock en plazas.
Los viajes en carpa a Gualeguaychú con amigos.
Las canciones que nos hacen recordar buenos momentos.

(Gracias Mire por la colaboración)

-Si se te ocurre alguno más . . .

jueves, 12 de julio de 2007

¿Qué pasó con?

- El caso de Fernando Blanco
- “La masacre de Pompeya” y la posible inocencia del condenado
- La pobreza y desnutrición en Tucumán.
- Chicago – Tigre
- Skanska
- La inflación y las cifras del Indec
- El déficit que deja Telerman en la Ciudad de Buenos Aires
- Cromañón
- Los nuevos contratos de televisión en el fútbol
- Cristian, Fernanda y Florencia
. . . y tantos otros temas más.

martes, 10 de julio de 2007

Fernando sigue a la espera de justicia

-Fernando, vestido de rojo, a la izquierda, rodeado por policías de civil. El que se lo lleva detenido -de los pelos y esposado- tiene en su puño derecho una manopla. (Parte de las imágenes de Cámara Testigo)-


El 27 de junio pasado se realizó una misa en la Iglesia Santísima Trinidad, del barrio de Nuñez, para recordar a Fernando Blanco, el chico de 17 años hincha de Defensores de Belgrano que había ido a ver a su equipo en un partido contra Chacarita –en la cancha de Huracán- y fue asesinado en 2005 por la Policía Federal luego de una brutal represión. El olvido –judicial y mediático- sólo se vio apaciguado por la presencia de sus familiares y amigos, que sólo quieren justicia.

La antesala. Uno de los hechos más bochornosos que se haya visto dentro de una cancha en el fútbol argentino no tuvo castigo. Días antes, la hinchada de Chacarita había ingresado al campo de juego en un partido ante la CAI. Le robó y golpeó a los jugadores de ambos equipos e hizo levantar la transmisión en vivo de TyC Sports, por intermedio de amenazas a sus periodistas y técnicos en una cabina del estadio en San Martín. La aplicación del artículo 80 –en estos días utilizado para sancionar a Nueva Chicago y Almirante Brown- hubiera significado el automático descenso de Chacarita. Lástima que eso no sucedió. Aunque quizás lo más triste de ese hecho fue que los mismos periodistas amenazados, escupidos en plenas funciones de su trabajo, y que no fueron agredidos físicamente por barras locales gracias a la intervención de un empleado de prensa del club, hayan pedido y especulado en diversos programas deportivos del mismo canal con que el partido entre Chacarita y la CAI continuase.

Maldita tarde. Con ese marco de corrupción, Chacarita y Defensores de Belgrano llegaban el 25 de junio de 2005 a un injusto partido de desempate: el equipo derrotado perdería la categoría y descendería a la Primera B. El ganador jugaría dos partidos por la Promoción, con el objetivo de quedarse en la B Nacional. Debido a que el encuentro fue calificado de alto riesgo, se jugó en la cancha de Huracán, en Parque Patricios.
Pero antes del partido, en las adyacencias del estadio, los autos de los hinchas de Chacarita estacionaban (con el permiso de agentes que señalizaban y lo permitían) sobre ambos costados de la avenida Colonia –continuación de la avenida Jujuy, que desemboca exactamente en la tribuna visitante, destinada ese día a la gente de Defensores-. Algo no andaba bien.

¿Represión planeada? Más certezas que sospechas. El público del equipo de Núñez escuchó por los parlantes del estadio que debería esperar, una vez finalizado el partido, 25 minutos dentro de la tribuna. Resultó ganador Chacarita, luego de 90 minutos, alargue y penales. ¿Por qué todos estos datos son relevantes? Porque la voz del estadio hizo el anuncio cuando transcurría el segundo tiempo y el encuentro iba 0 a 0. ¿No era más lógico que el público del equipo perdedor abandonase la cancha primero, para asumir el descenso en la calle, en su casa, y no encerrado en una tribuna?

¿La culpa era de las bengalas? Según la explicación oficial, desde la Fiscalía Contravencional N°12 ordenaron retener en el estadio a la hinchada de Defensores para lograr la detención de algunos de sus integrantes, por haber utilizado pirotecnia. Y lo que debían ser 25 minutos de insólito encierro, fueron en realidad 40. ¿Es por eso que había tanta policía –inclusive de la Infantería- en la tribuna visitante, donde sólo había cerca de 3 mil hinchas de Defensores? Porque en la tribuna de Chacarita, donde había más del doble, no se veía a ningún integrante de la Federal. Y eso que el partido todavía estaba empatado.
Con la pérdida de la categoría ya consumada, la barra de Defensores de Belgrano tuvo un enfrentamiento con la policía dentro de la tribuna visitante. Luego la pelea se trasladó al playón, donde la gente sufrió una feroz y pocas veces vista represión por parte de efectivos de las comisarías 28ª, 35ª y 44ª, tan violenta que no dejó al margen mujeres, niños y ancianos. El mecanismo elegido fue bloquear la salida a la calle y ubicar una veintena de uniformados en donde están los molinetes. Del lado de adentro, cerca de 30 que avanzaran en línea, para golpear a todos los hinchas que habían quedado, literalmente, en el medio de una emboscada. Uno de los tantos inocentes detenidos en el tumulto fue Blanco. Ángel, el papá de Fernando, apoya con sus dichos esta idea: “Nunca nadie nos pudo explicar qué hacían policías de la 35ª en Parque Patricios”.

La agonía. “La versión policial dice que Fernando se tiró del celular, esposado, y que eso le provocó el hematoma cerebral. Pero lo que tenía roto era el peñasco, una porción del hueso temporal que está detrás de la oreja. Creo que la policía le pegó ahí con una manopla. No tenía golpes en el cuerpo, y si se hubiese tirado como dicen, del móvil en movimiento, debería haber mostrado moretones. Lo que pasó fue que luego de golpearlo, lo llevaron a la seccional Nº 28, después de varias horas se dieron cuenta de que estaba mal, y un médico policial dice que lo vio en el Hospital Muñiz. Y que Fernando le contestó que tenía 15 años. Ya estaba mal. Pero lo dejaron en la guardia porque aseguraban que en ningún hospital había lugar en terapia intensiva. Clara, mi esposa, recién lo encontró en el Hospital Penna, custodiado por dos uniformados. Se ve que ya presagiaban algo. Mi hijo alcanzó a hablar con ella y le contó: ’Mamá, los policías me cagaron a palos’, y enseguida se puso a llorar. En el Penna, a mi esposa le dijeron que en tres horas lo daban de alta. Hasta que por fin le hicieron una tomografía y ahí aparecieron las consecuencias de los golpes en la cabeza. Recién ahí pudimos llevarlo a la clínica Loiácono del barrio de Belgrano, de mi obra social, Osecac, que siempre se había negado a trasladarlo. En el sanatorio me aseguraron que si a mi hijo lo llevábamos unas pocas horas antes, lo salvaban”. El testimonio de Ángel es tan claro como contundente.

Denuncias a la Federal y críticas a Javier Castrilli. “El chico murió como consecuencia de la paliza que recibió. Pero algunos se preocupan porque la gente esté sentada en las canchas y no se ocupan de la represión policial. A la gente que va al ascenso se la trata como a animales. Esas fueron las palabras del presidente de Defensores, Marcelo Achile, el día del fallecimiento de Fernando Blanco.

El documento. El 29 de junio, dos días después de la muerte de Fernando, el programa Cámara Testigo, de América, registró el último momento de la represión: un pasillo humano formado por uniformados en ambos lados. El famoso “puente chino”. Por ahí, la gente de Defensores debió encontrar la avenida Amancio Alcorta, en medio de más palazos. Chicas que eran arrestadas, jóvenes que preguntaban por qué un familiar era golpeado, un comisario que justificaba la violencia en primer plano y sin esconder su cara. Pero lo más importante fue la imagen de ese chico de 17 años, con pelo largo y campera roja: estaba filmado cómo policías de civil se llevaban, de los pelos, detenido a Fernando.

Palabras, sólo palabras. “Le pido al señor jefe de la Policía Federal (Néstor Valleca) y al ministro del Interior (Aníbal Fernández) el esclarecimiento del tema”. Estos dichos del presidente Néstor Kirchner fueron pronunciados nada menos que en el Departamento Central de la fuerza, el 1º de julio de 2005, fecha en la cual se homenajea a los policías caídos en cumplimiento del deber.
“No estoy descartando que la Federal sea responsable del hecho; estamos investigando y en los próximos días vamos a poder dilucidar cómo sucedió todo”, afirmaba Valleca.

Tristes coincidencias. Fernando –apodado Peto- era un pibe del barrio de Núñez que cursaba sus estudios secundarios en la escuela Raggio. Su familia, su novia y los temas de los Redonditos de Ricota lo hacían feliz. Walter Bulacio también era un joven fanático de las letras del Indio Solari. Tan era así que el 19 de abril de 1991 fue a ver a la banda en el estadio Obras Sanitarias, en Núñez. Él también tenía 17 años. Y también fue detenido en una razzia policial de la comisaría 35ª. Y los dos tuvieron en su muerte otro punto en común: a Walter también lo asesinaron en una golpiza en manos de quienes debían protegerlo. Pero Carlos Espósito, el entonces comisario de la seccional y único imputado por el crimen, sigue libre. Se espera que esa impunidad no sea otra lamentable coincidencia.

La causa, hoy. “El juez (Mariano Scotto, del Juzgado de Instrucción Nº 26) tiene miedo porque recibe fuertes presiones de la policía. Sólo fue separado de la fuerza el cabo primero Marcos Lagorio, quien conducía el móvil donde lo trasladaban a Fer, ya muy golpeado. Hubo un hincha que lo vio todo golpeado en la camioneta, y el juez no lo deja testimoniar. Siguen con la mentira de que se golpeó porque se tiró del camión celular", sostiene Ángel.

Problemas que van más allá del alambre. Ante cada muerte o crimen –no tragedia- en el fútbol, siempre se escucha lo mismo: “Este es un problema social y cultural que tiene que ser tratado por todos los involucrados. Periodistas, jugadores, dirigentes, hinchas y políticos se deben juntar en una gran mesa redonda para debatir y solucionar el asunto, para que nunca más haya violencia en un espectáculo deportivo”. Este discurso ya lo sabemos de memoria. Y nos tiene hartos. Porque ante cada nuevo hecho, se repiten las fallas en la frágil cadena que conduce a la violencia. Y pareciera que se van turnando. Cuando no es una policía que arregla con la hinchada rival y libera la zona, es un dirigente corrupto. O varios periodistas que promueven el “siga, siga”, a pesar de haber sido testigos privilegiados de una masacre. O un comisario que incita a la muerte ante cámara. O un Presidente que promete una justicia superficial y vacía de hechos, con el mero propósito de hacer campaña. No siempre la culpa de todo la tienen los hinchas . . .
A 741 días del crimen de Fernando Blanco, a todos los asesinos, Peto los mira desde el cielo.

-Los testimonios fueron recogidos de las notas que Martín Sánchez (autor del gran libro defensorista Corazón Pintado) hizo sobre el caso. Gracias a él, pude armar este texto.-